Antonio Cilloniz de la Guerra

Teodosio Fernández

La rebeldia frente a un destino adverso

Después de caminar cierto tiempo hacia el Este vio su primera edición en Lima, en 1971. Antonio Cillóniz, que el año anterior había compartido con José Watanabe el Primer Premio «Poeta Joven del Perú», aparecería luego en la antología que José Miguel Oviedo publicó en 1973 con el título de Estos 13, evidencia de que nuevos y jóvenes escritores acababan de irrumpir en el ambiente inquieto de la poesía peruana. Quizá fue ese el momento en que Cillóniz, alejado durante años de la tierra natal y nada proclive a los grupos y a las experiencias colectivas, pareció más integrado en la evolución literaria de su país: desde entonces quedó incorporado a la generación del 70, conocida también –significativamente quizá– como generación del 68.
El interés de la fecha guarda evidente relación con sucesos que marcaron la adolescencia y la juventud de quienes por entonces iniciaban su actividad de escritores: al referirse a los representantes más destacados de esa promoción poética, Oviedo recordó la muerte del Che Guevara en Bolivia, en octubre del 67, y el Mayo del 68 en París, y la efímera Primavera que Praga vivió ese mismo año, entre otros acontecimientos que ocuparon aquella actualidad. Ese clima internacional hizo más vigoroso el impulso que en el Perú había estimulado la profunda renovación del lenguaje poético desde comienzos de la década del sesenta, y la voluntad de subversión ni siquiera se detendría ante el mal gusto. La agresividad iconoclasta convenía sobre todo a los jóvenes, y por eso encontró sus mejores manifestaciones entre quienes en 1967-68 publicaron la revista Estación Reunida, y luego y sobre todo en las actividades y en los gestos del Movimiento Hora Zero (1970-1973), cuyos miembros –en sus poemas, pero sobre todo en sus declaraciones y en sus tempestuosas apariciones públicas– contribuyeron como nadie a dar a la poesía del momento la imagen de la renovación, del cuestionamiento y de la aventura. Guevarismo y maoísmo –los años sesenta asistieron también a la Revolución Cultural china– constituían propuestas estéticas y políticas, y las pretensiones revolucionarias de transformación social se conjugaban con la proclamada voluntad de terminar con una cultura vieja y caduca para crear un arte nuevo y popular, cuando no nacional o americano. A la hora de la verdad este último aspecto prevaleció, al menos entre los integrantes del Movimiento Hora Zero: el arte nuevo fue sobre todo una manifestación contracultural, anarcoide tal vez, destructiva sobre todo, aunque se tratase también de conjugar poesía y acción, la teoría revolucionaria con su práctica, y todos se manifestasen enemigos del imperialismo norteamericano, entusiastas del marxismo-leninismo y de la revolución cubana, y seguros de la próxima liberación del Tercer Mundo. Era la expresión insolente de una juventud rebelde o simplemente revoltosa, inclinada también a alinearse tras las banderas de la libertad, del sexo, del alcohol o de la droga.
Desde luego, aunque para él también resultaron determinantes los acontecimientos políticos y culturales que vivió la época, Cillóniz permaneció de alguna manera ajeno a las preocupaciones del medio intelectual peruano. Había pasado muchos años en España, y no podía compartir la aspiración a viajar que declaraban sus compañeros de promoción, convencidos de las limitaciones del único ámbito que conocían. Tampoco podían ser idénticos sus planteamientos sobre el pasado literario que se trataba de abolir, y es difícil determinar sus afinidades y sus discrepancias con las variables posiciones políticas de unos jóvenes que se veían afectados por la fragmentación de la izquierda en orientaciones múltiples –sobre todo desde que en 1971 el «caso Padilla» contribuyó desde Cuba a fomentar el desconcierto–, aunque los «horazeristas» parecieran mantenerse mayoritariamente fieles a la ortodoxia revolucionaria. Sin embargo, y aunque su alcance no rebasase los límites de una personalidad inconformista, la actitud de Cillóniz no fue ajena a las utopías de la hora, cuya huella aún puede advertirse con nitidez en Después de caminar cierto tiempo hacia el Este. A su modo compartía la valoración negativa del pasado literario y de la tradición académica o libresca, y también se mostraba crítico con el entorno social. La posición que revela su poesía –en cuanto reflexión amarga sobre la sociedad y la historia, e incluso como concreción de un humor cáustico que desmitifica la misma práctica poética– puede inscribirse sin dificultades en las inquietudes dominantes, incluso las relacionadas con un Perú hasta poco antes agitado por la guerrilla, y desde octubre del 68 gobernado por militares dispuestos a reformar en profundidad las estructuras económicas del país.
Pero Cillóniz observaba su patria desde la distancia, y eso resultó determinante para su quehacer literario: la distancia hizo de él un poeta especialmente interesado en la geografía y en la historia, tal vez como ningún otro de su generación, generalmente ocupada y quizá distraída en la poetización de las experiencias inmediatas de cada día. Después de caminar cierto tiempo hacia el Este fue uno de los poemarios que mejor representó entonces la voluntad de acercarse al pasado y al presente de América Latina, convertida en objeto fundamental de unas reflexiones que no olvidan el contexto internacional del momento. Fue también muestra destacada de una poesía que buscaba una voz objetiva, reveladora de la opresión y del sufrimiento que alcanzaban al hombre de todas las latitudes. El poeta no podía ignorar quiénes eran los oprimidos y quiénes los opresores, y no dejó de señalar a los culpables de la marginación, del desamparo y del miedo. No en vano parecía llegado el momento –el propio Cillóniz lo había asegurado en Verso vulgar– de dejar las metáforas y de bajar a la calle. Eran tiempos de esperanza, y también difíciles, porque ya se presagiaba el fin de la utopía revolucionaria: Guevara había muerto, y no se adivinaba el despertar de la lucha, nada parecía turbar la paz de los haraganes y de los cobardes.
Pero en esa atención a la historia –a una historia abundante en sufrimientos y derrotas– no se agota Después de caminar cierto tiempo hacia el Este. Con el Perú y América como referencia central, el lenguaje configura una cosmovisión en la que a menudo parecen prevalecer la tierra y el mar, suelos y cielos, lunas y soles, plantas y animales: manifestaciones de unas fuerzas que están en los orígenes, y sobre las que se asientan y conforman las referencias a las antiguas culturas americanas, presencias y ausencias de un mundo armónico que alguna vez fue roto, sin duda por la irrupción agresiva de elementos extraños. La voz del poeta se instala en ese territorio mítico, y desde allí se convierte en portavoz de las fuerzas de la naturaleza, en lenguaje que narra o describe, en relato que habla de cada uno y de todos. Esa voz determina en buena medida una personalidad con perfiles propios en el contexto de las actitudes reflexivas y desmitificadoras que se han juzgado características de su generación. Cillóniz no era ajeno a la narratividad ni a las expresiones coloquiales –esas adquisiciones a menudo relacionadas con la influencia de la poesía en lengua inglesa, entonces muy valoradas como aperturas renovadoras–, pero tampoco renunciaba a manejar otros registros: su obra integraba con naturalidad diferentes perspectivas y distintos niveles de lengua, incluso los que parecían atentar contra la perfección formal, y la conjunción se revelaría especialmente eficaz cuando trató de lograr un tono irónico o paródico, apto para corregir cualquier exagerada pretensión de trascendencia. Al cabo, entonces el poeta ya no necesitaba optar por una «historia aburrida» antes que por «una pausa de pensamiento», como también había escrito en Verso vulgar. Cualquier registro verbal podía revelarse útil para desarrollar motivos o anécdotas que hiciesen patentes la desolación y el sufrimiento, para dibujar alucinados paisajes de soledad y de ausencia, marinos o terrestres, naturales o urbanos.
Sin duda, y ése no es el menor de sus atractivos, Después de caminar cierto tiempo hacia el Este configura de algún modo una biografía –en palabras del autor, mostraría «el peregrinar físico y espiritual de un hombre que a veces por la perspectiva que le da la lejanía se va haciendo Hombre, con mayúscula»–, y no sólo abunda en referencias precisas al camino recorrido por Cillóniz: al respecto merece especial atención el ya señalado alejamiento de la tierra natal, porque la distancia permitió al poeta integrar bajo una mirada mítica América y Europa, el tiempo del principio y ese tiempo reciente o final que acababa de ver la muerte del Che Guevara. Porque son consecuencia del desarraigo, tanto la reflexión sobre la historia como la construcción de una geografía poética son también el intento de recuperar un orden perdido, la búsqueda de sentido para una existencia que se ha configurado como aprendizaje humano y como madurez crítica, pero también como añoranza de la infancia y de la armonía, de los orígenes y de la tierra peruana. La configuración mítica de ese reino difícilmente toleraba una expresión «prosaica»: Cillóniz optó por un lenguaje a veces difícil, rico en oscuridad y en imágenes, en el que no es raro percibir reminiscencias afortunadas de la poesía americana de ascendencia prehispánica.
Esa riqueza marca también las distancias que mediaban entre Cillóniz y la mayoría de los miembros de su generación: él era un poeta culto, no sólo capacitado para el uso inteligente de las referencias históricas o literarias que demuestran sus versos, sino para utilizar diferentes registros y aprovechar la tradición en beneficio de su creación personal. Con una concepción más compleja del hecho poético que la ofrecida por quienes se limitaban a practicar el prosaísmo, elaboró una poesía en que la factura narrativa ocasional –como fue característico del momento, a veces el poema se configura como una fábula o anécdota, sujeto a una versificación cuyas exigencias, si existen, son difíciles de determinar– se conjugaba con esa otra de apariencia hermética u oracular, o se contraponía a ella. Esa complicada relación multiplicaba los significados, y quizá no era otra la función de la ironía o el sarcasmo. Cillóniz sostenía así una conversación inagotable con la tradición literaria, y eso le permitía a veces transmutarse en antipoeta, en algo mucho más complejo que un poeta realista y propenso a la crítica social. Después de caminar cierto tiempo hacia el Este no fue un poemario determinado por la voluntad de comunicación directa, o ésa no era la única inquietud que movía a su autor, ganado por la nostalgia y posiblemente también por un sentido crítico que afectaba a su tarea de escritor, desmitificando su alcance. De ese modo Cillóniz consiguió conjugar la preocupación social con el «purismo» simbolista o surrealizante, superando una polaridad que los años sesenta parecían haber dejado sin vigencia. Esa fue su forma de indagar en una identidad americana que afloraba como imaginación de los orígenes, como acercamiento a oscuras fuerzas telúricas, como reelaboración de mitos o fantasías de tierras y gentes legendarias, como rebeldía de los desheredados frente a un destino adverso.

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