Antonio Cilloniz de la Guerra

Jason Wilson

Un libro para este fin de siglo

¿Cómo ubicar Una noche en el caballo de Troya de Antonio Cillóniz? El título mismo recupera el pasado clásico de la tradición occidental. Pero la tradición es más bien un erizo donde cada espina apunta algo distinto. De un lado estos poemas retoman el hilo subversivo de la tradición moderna de quienes quieren desencantar y arremeten contra el hechizo de la poesía. Cillóniz escribe poemas que son chispas de humor negro, con inversiones súbitas que nos sacuden. Se desconfía del poder seductor y lírico de la palabra poética para hacernos conscientes de ciertas trampas idealistas, casi sinónimas de la poesía lírica. Al mismo tiempo no le basta a Cillóniz el lema quevediano del «desengáñate», porque va más allá de lo personal subjetivo; quiere encarar lo social. ¿Una poesía política entonces? Evidentemente. Recordando la etimología griega acerca de quien no se preocupa de la política, se dice que es un idiota. Encerrado en su privacidad, «atrincherado» en sus privilegios, según Cillóniz, este idiota no participa en la res pública. El cómodo mundo europeo está plagado de idiotas, «todos muertos». Cillóniz es peruano pero vive fuera, desterrado. ¿Está el Perú tan lleno de idiotas como Europa? No. El desamparo les empuja a vivir no la plenitud sino «el hueco de su historia». Lo que les espera a estos peruanos anónimos se resume en el poema corto «Balance»: «pero los vientres están repletos/ de hambre para los buitres».
Lejos estamos de una poesía de ira y rabia, de las largas letanías de un Pablo Neruda; de las alabanzas del Partido. Lejos también de la denuncia obvia, literal y a la vez realista del último Cardenal. Lejos también de la turbulencia de los que participaron en la guerrilla como un Gelman. La lucha de Cillóniz se ha vuelto más sigilosa, donde el «yo» gramatical del poeta –digamos su vanidad–, no cuenta: «Yo escribo para los que no saben que yo escribo/ y ni siquiera que existo». Camuflado en frases rítmicas y abruptas, el poeta se ha hecho invisible, para lectores invisibles.
Otra tradición nos ayuda a ubicar este libro; surge contra «el espejo puro» del arte moderno. Esta tradición antiplatónica pasa por Nicanor Parra, quien la bautizó como antipoesía, abusando de frases cortas y conceptos agresivos; una antilírica que no se decide por abandonar la poesía sino que elimina cierta musicalidad «nerudiana», inconsciente. Cillóniz establece una red de ironías históricas; llama a un poema clave «Contra canción de cuna»: el poeta pertenece a una generación peruana, hispanoamericana y europea que se definió a través del «counter-culture» de los distantes años 60. Podríamos agregar una tradición más a nuestro erizo de fuentes; es una tradición más amarga que el choque vitalista de la antipoesía. El epígrafe viene de Miguel Hernández y latentes están Blas de Otero, el último Vallejo y Alejandro Romualdo, dos peruanos más que escribieron desde España. Esta tradición propone una poesía que se mide por la carencia, el dolor y la muerte. Reflexionar o meditar sobre la muerte diaria, sobre el peso de la muerte en la vida: «la terrible fuerza/ de la gravitación universal sobre la tierra».
Sin embargo, la tarea de ubicar Una noche en el caballo de Troya en una plétora de tradiciones se disuelve una vez que se adentra en el libro, un mundo verbal de contradicciones y paradojas. En el ya mencionado poema «Contra canción de cuna», Cillóniz –nosotros al leer–, se revuelve contra su madre –tanto cultural como idiomática–: «Pero guarda mi cuerpo/ para que repose junto a ti/ y te maldiga». Esa es la relación amorosa, agridulce, que ayuda al poeta a «seguir luchando». Desde la materialidad de la vida, define su función social, tema de «Algarabía» que termina «aunque yo deba tener los pies llenos de plomo/ al trepar como un espantapájaros». Estos pies de plomo le mantienen en contacto con la materia y le obligan a levantarse contra su inercia, para «trepar» y «espantar» a los buitres. La poesía es movimiento, es actividad a través de palabras que mueven y nos conmueven. En todos los poemas de Cillóniz hay un continuo ir y venir, un relampagueo verbal, un chisporroteo de energía, un leve soplo de aliteraciones y juegos rimados de palabras. Cillóniz escribe para chocarnos, desorientarnos, invertir y subvertir nuestros esquemas mentales, casi pegarnos como dice en «Harlem». El resultado de esta lectura provocadora viene a ser como un momento o una irrupción de claridad mental y de lucidez. No hay vuelta que darle: lo que acabamos de leer es la evidencia. La pregunta clave desde la poesía –«Qué hacer»–, no implica olvidarse del problema en el gozo del arte, sino «cantar/ la traición de Augusto». El poema en sí no se traiciona; es imprescindible asociarse con los «peones» siempre contra el «rey» y su corte. El poema «Orfeo» termina: «porque ahora más que la belleza de mis palabras/ me cautiva la certeza de las cosas que yo nombro». Esa es la sencillez de Cillóniz. «Eros» lo dice todo. La ropa –el ropaje de la metáfora y el bagaje cultural–, sirve solamente para encubrir «tu piel desnuda». El poeta arremete contra las fáciles túnicas encubridoras de la palabra poética. Esta es una descripción de un proceso mental, de una actitud vital.
El poeta se mete en la ciudad, en el caballo de Troya. Este libro es un regalo peligroso. Quizá la tradición de donde arranca sea la de la antología griega: una poesía epigramática, que oscila entre el humor negro, la desesperanza, el sarcasmo y la erudición, la alegoría y la parábola. Su impacto viene a ser como un puntapié en el culo del sedentario lector inerte, porque el lenguaje de Cillóniz está amasado con materia de la vida real, desde la alcantarilla, con sudor en «este inmenso mar/ de tempestivos». Son poemas que enseñan a vivir «atormentado» y no «temiendo morir atormentado». Su humor nos humaniza; su visión terrenal nos trae un eco literario, un libro de buen humor para este fin de siglo.

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