En 1967, publicado en Madrid, aparece Verso vulgar, el primer libro de un joven poeta que, como Oquendo de Amat, salió del Perú sin alejarse de sus problemas y sus posibilidades. En esta obra de Antonio Cillóniz se prefiguran las características que la crítica ha señalado como propias de la "Generación del 70" o, más exactamente, del 68. Pero dentro de esta promoción compuesta por una tendencia gregaria de agrupaciones poéticas y otra de marginalidad silenciosa, Cillóniz pertenece a esta última. La crítica más calificada advirtió esta presencia particular que, por ligereza o prejuicio ideológico, no se dejaba sentir en las antologías, las polémicas o los manifiestos que por esa década sonaban en los círculos literarios. La marginalidad obraba sobre este poeta de manera muy especial: lo mantenía por encima del alboroto, de los rencores distritales y el ejercicio iconoclasta, y a la vez le confería un ángulo de visión diferente y de aguda penetración en la realidad histórica.
La publicación de La constancia del tiempo es una revelación que nos descubre el proceso de formación de una obra organizada con desusada coherencia, de verso limpio y meticulosamente trabajado, sin torturas verbales, con un registro estilístico singular en su promoción generacional. Cillóniz es un poeta realista y crítico. Adjetivar el realismo es una tautología obligatoria si tenemos en cuenta los cuantiosos "reflejos fieles" que lo han degradado a simulacro especular apologético. La visión materialista del poeta abarca la historia vasta y global y la pequeña historia humana de la cotidianeidad. En esas direcciones, la utopía de cada instante es la lucha que prepara la fiesta que ilumina benjamineanamente el "sentido histórico".
El flujo del tiempo histórico no ha sido estudiado en los poetas de la realidad real. En esta obra hay un rico material para establecer un diálogo fecundo entre el momento y las significaciones que le confieren cualidad paradigmática a la anécdota. "La Pietá", por ejemplo, es un poema de profundas tensiones sagradas y profanas, tejidas en un instante perturbado por la alucinación y la lucidez que asesta un puñetazo a las mentiras piadosas: un iracundo destello crítico, abierto a las meditaciones religiosas. La miseria material y moral, la mediocridad organizada, la ironía feroz y la mentira envuelta en siete velos de hipocresía pequeño burguesa, se levantan como señales de humo que enrarecen y opacan las relaciones humanas. En esta densidad nocturna y ambigua, "el arte no es simple rigor metódico y verificable sino riqueza de experiencia" (Gadamer). Esa experiencia es la tierra nutricia de su obra, la vía práctica pero no pragmática de realizaciones que no se quedan en el puro y desnudo documento sino que se instalan en la realidad con vida y luz propia, alumbrándola y desvelándola. Un erotismo balsámico que baña con tierno aceite ciertas laceraciones, la errancia de piel a piel, el cuerpo recorrido por un susurro, la adhesión cutánea, se revelan como actos de cultura que complementan los contrastes del grotesco, del sexo a sangre fría –tubo o guarida– que el mercantilismo ofrece y pervierte. Los años del 68 sonaron a revolución sexual y tecnológica, a feminismo y ecología, a primaveras de Mayo y de Praga, pero también a guerrillas quebradas, a fechorías stalinistas, revoluciones culturales y escatologías. Entre nosotros, un octubre castrense removía estructuras y desarrollaba reformas que el dogmatismo y la indigencia doctrinaria combatieron con sectarismo vandálico; y un "apátrida", criticando a sus antiguos camaradas, proponía la economía de mercado. Después de caminar cierto tiempo hacia el Este, tiene rastros de todas estas experiencias.
Arrepentimientos tardíos suceden hoy al infantilismo iconoclasta. La marginalidad preservó a Cillóniz de lo estentóreo y parricida. Es otro de los deslindes que lo alejan del grumo gregario cuyo correlato poético es el poema de reflexiones intermitentes y filosofantes. Se percibe en los últimos poemas de Cillóniz, como en otros marginales, una mayor concentración verbal, un reajuste expresivo, un verso más templado y riguroso; todo lo contrario de la ya fatigosa expansión prosaica característica del coloquialismo residual.
Otra distinción de Cillóniz es su persistencia en la línea de los grandes poetas clásicos castellanos: Quevedo, Vallejo, Hernández. Continúa la tradición orientándola hacia poetas como Maiacovsky y Brecht.
El versículo tiene su origen en resonancias bíblicas, y, cosa rara en su generación, son perceptibles las flores silvestres abriéndose en algunos de sus poemas de aires andinos, levemente impresos en la sintaxis.
El Perú precolombino, colonial, republicano, también está presente. En Fardo funerario se encierran los restos gloriosos de las estelas viajeras: naves marítimas y siderales cruzan el universo de la sociedad prehistórica y postindustrial, contaminada por los monopolios destructivos y por la erosión del salvaje capitalismo.
Los poetas que se acercan a la cincuentena, como Cillóniz, se enfrentan a un mundo nuevo, de catástrofes y renacimientos. El eros, la muerte, los eclipses del alma todavía forman parte de nuestra vida cotidiana. El estupor no parece ser precisamente el fin posmoderno de la historia sino de la prehistoria: la poesía no deberá volver a nacer del terror. Y estos nuevos tiempos son los desafíos que tienen por delante el talento de poetas que asumieron su encrucijada con dignidad. La obra ejemplarmente armónica de Cillóniz agrega una dimensión relevante y ahora reconocida a su promoción generacional.